Becker

Relato ganador del Primer Certamen Literario «Maestro Rafael Armada» – Julio de 2019

Cuando entró por la puerta, durante un instante, se hizo el silencio y todas las miradas convergieron en él. 

Era delgado, extremadamente delgado, y vestía de una manera un tanto, digamos que, extravagante. 

Sobre los hombros caía, descuidadamente, una capa española, negra, cuyo movimiento dejaba entrever un forro de un terciopelo rojo brillante. La capa cubría un traje, negro también, una camisa blanca y una pajarita roja. 

Entre los bolsillos del chaleco, porque el traje llevaba chaleco, una leontina, al parecer de plata, daba idea de que el reloj que usaba tan curioso personaje era tan anacrónico como él mismo. 

El rostro, ajado, lucía un bigote ralo y blanco y una perilla, igual de blanca, y tan breve que podría haber adornado perfectamente la barbilla de Quevedo. 

Su semblante se completaba con unas gafas, redondas, de montura metálica, dorada y un sombrero negro de ala ancha y lacia, cayendo descuidadamente por los lados. 

En la mano derecha, huesuda y arrugada y que lucía en el dedo anular un anillo, de oro, con una piedra ovalada y verde de considerable tamaño, portaba un bastón de madera negra y empuñadura que si no era de plata bien lo parecía. 

Cuando entró dedicó unos instantes a acomodar la vista a la relativa oscuridad imperante, que le pareció mayor de lo que era en realidad debido al contraste con el luminoso día de finales del invierno que lucía en el exterior y que animaba a los alegres y brillantes rayos del sol a colarse, sin pudor, por la puerta hasta rozar el principio de la barra situada al fondo.  

Barrió el local con la mirada y la detuvo en una mesa situada a su derecha, junto a una ventana a través de cuyos cristales podía verse la luz del exterior, amplificada por el reflejo en la pared del otro lado de la calle, que se adivinaba cercana y pulcramente encalada. 

Dirigió sus pasos en esa dirección hasta detenerse delante de la mesa y, en un acto a la par teatral y cómico, se despojó del sombrero que dejó ver un pelo lacio y blanco, como el bigote, no muy abundante y cortado con descuido. 

  • Permitan que me presente – dijo interrumpiendo la conversación que las cinco personas que se sentaban alrededor de la mesa mantenían hasta ese momento – Manuel Rymer de Avalos es mi gracia – continuó a la vez que hacía una leve inclinación con la cabeza – aunque probablemente me conozcan por el apelativo cariñoso que se me ha adjudicado en este pueblo y que no es otro que Becker, lo cual, por otra parte acepto con honor, no solo por lo que de poeta se me adjudica con ello, a pesar de que es un arte que no cultivo ¡qué más quisiera! Sino también porque mi apellido, que como habrán ustedes deducido, es de origen inglés, tiene como significado el de ser poeta o “hacer rimas”. 
  • Bien, a lo que íbamos. Ha llegado hasta mí la información de que a esta hora se celebra en este local una tertulia de carácter intelectual y contenido altamente interesante.  
  • Cuando los he visto a ustedes no he dudado en suponer que se trataba de dicha tertulia, dado el aspecto elevado que se les adivina… 

Los interpelados miraron alternativamente al individuo y a la sala del bar en la que apenas cuatro o cinco personas habían interrumpido sus actividades para atender con curiosidad a la escena. 

  • No hace mucho – continuó ante el mutismo extrañado de los otros – que he mudado mi residencia a esta localidad y, naturalmente, si dan ustedes su consentimiento, y por tanto me admiten en ella, estaría muy honrado de participar en sus disertaciones ¡claro está que, si no les agrada mi conversación, siempre pueden enviarme a tomar viento fresco! 

Los tertulianos se miraron entre sí, adivinándose en su expresión el hecho de no haber entendido demasiado el asalto de tan curioso personaje, al que todos conocían, efectivamente, si no de vista, sí por el apodo por el que era conocido desde poco después de su llegada, y haberse instalado en una pequeña casa en el Barrio de La Villa. Los cuatro integrantes de la tertulia, se miraron entre ellos, extrañados y un poco divertidos, hasta que uno de ellos, tomando la iniciativa le replicó indicándole que nunca se habían considerado tertulianos a sí mismos y que simplemente eran un grupo de amigos que se juntaban después de comer para tomar un café y charlar unos minutos, cierto que en sus conversaciones se colaban, a veces, temas como la cultura en general, la historia o la política pero que, habitualmente, se centraban más en temas como los olivos, las cosechas, los precios del aceite o, lo que es lo mismo temas más pragmáticos. 

  • Eso, señor mío – replicó el recién llegado haciendo una breve reverencia con la cabeza y juntando los pies en lo que parecía más un saludo militar que civil – lo que usted describe, concierne a conversar sobre lo humano y lo divino, o lo que es lo mismo: Una tertulia. 

Los reunidos volvieron a mirarse y, ante el encogimiento de hombros de unos y la indiferencia de otros, el que había hablado antes, le indicó al recién llegado una silla situada en una mesada contigua, que el aludido se apresuró a coger y a situar entre el grupo que rodeaba la mesa y  a sentarse barriendo con una mirada complacida a la concurrencia, después de despojarse de la capa y depositarla, junto con el sombrero y el bastón en otra silla que también acercó a la mesa donde se desarrollaba la tertulia. 

  • Si no tienen inconveniente sería para mí un placer invitarlos a una copa para celebrar esta recién estrenada amistad – y llamó a voz en grito y sin esperar respuesta – ¡camarero! 

A partir de ese momento la presencia del extraño personaje se hizo habitual en las tardes del bar y al poco tiempo se convirtió en uno más, a pesar de su extraño aspecto y forma de hablar. 

Los tertulianos pronto se acostumbraron a sus extravagancias, que compensaba con creces con el elevado nivel de su conversación. 

No había tema sobre el que no tuviera una opinión fundamentada, tanto en literatura, teatro, cine, pintura y cualquier otro tipo de arte, así como en temas de negocios, comercio, tanto nacional como internacional, ofreciendo, a veces, opiniones e incluso consejos muy acertados sobre cualquiera de esos temas. 

Su aspecto y forma de hablar, que tanto chocó a los demás en un primer momento fue quedando en segundo plano y todos lo aceptaron como uno más es sus tardes de tertulia y, aunque era habitual que alguno de ellos faltara alguna tarde, debido a obligaciones familiares, sociales o laborales, lo cierto era que Becker no lo hacía nunca. Todos los días a las tres y cuarto de la tarde ocupaba su lugar en la mesa junto a la ventana y esperaba pacientemente la llegada escalonada del resto. 

Pronto se hizo habitual también su presencia por las calles del pueblo, especialmente por El Barrio De la Villa y la zona del Adarve donde dejaba pasar las horas mirando al horizonte, a los amplios campos de olivos perfectamente alineados. 

También era habitual que su vista se perdiera en la fértil vega que se abre a los pies del jardín, sentado en alguno de los bancos de hierro que circundan la barandilla con que se corona la muralla, aspirando el intenso aroma de las higueras mientras su vista se perdía siguiendo el vuelo de alguna de las muchas golondrinas presentes en la zona o intentando adivinar con la vista los granados en los huertos más alejados. 

Parecía ser inasequible al desaliento, en verano aparecía por allí incluso antes de amanecer y se pasaba horas contemplando la salida del sol y su evolución hasta que el calor apretaba demasiado, momento en el que se volvía a su casa hasta la hora de la tertulia. 

A veces se acercaba a la fuente que mana adosada a la barandilla y se despojaba del sombrero para remojarse la cabeza o para mojar un pañuelo en el agua fresca para pasarlo por el cuello buscando refrescarse, aunque fuera ligeramente. 

En invierno se le podía ver embozado en su capa de pie y contemplado el mismo paisaje o paseando de un lado a otro de la muralla golpeando, a veces, el suelo con los pies tratando de que éstos entraran en calor. 

Cada vez que pasaba alguna persona cerca de él, bien fueran hortelanos que bajaban hasta sus huertos, bien turistas o cualquier vecino del pueblo, su actitud era siempre la misma, si estaba sentado se levantaba y descubriéndose la cabeza saludaba con el sombrero en la mano y un efusivo “buenos días tenga usted en esta hermosa mañana” todo ello acompañado con un amago de reverencia. 

Más de una vez, alguno de los hortelanos, los vecinos que más habitualmente pasaban por allí, lo recriminaban por el exceso de calor o de frío que soportaba estando allí parado con la vista perdida en la distancia. 

Era frecuente también, durante los primeros meses de su estancia en el pueblo, verlo acomodado en la parte trasera de un taxi, normalmente el mismo, que lo llevaba a las diferentes poblaciones de los alrededores y cuando volvía comentaba su experiencia en la tertulia, loando las virtudes de tal o cual lugar que había visitado por la mañana. 

Fuera cual fuera su destino después de contar en la tertulia su experiencia de la mañana acababa su comentario con la misma frase “no obstante ser un lugar notable, nada comparable a éste, nuestro pueblo” 

De esa forma visitó Cabra, Lucena, Baena, Zuheros, Doña Mencía, pero sin hacer ascos a la multitud de aldeas como Fuente Tojar, Zamoranos, el Cañuelo o Almedinilla. 

También, a veces, ordenaba al taxista que detuviera el taxi en algún descampado al lado de la carretera y se perdía, a veces durante horas, andando por entre los olivos o se detenía a charlar con cualquier campesino que estuviera realizando alguna labor en ese momento. 

Lo cierto era que, invariablemente, a las dos de la tarde hacía que el taxi lo condujera hasta algún restaurante, o un bar si no había restaurantes por la zona, e invitaba al taxista a comer con él y lo apremiaba a dejarlo ante El Barrio De la Villa a tiempo para acudir a la tertulia. 

Preguntado una vez por uno de los tertulianos sobre su procedencia, su respuesta, después de una reflexión que a todos les pareció demasiado larga, fue tan simple como lacónica “ahora de aquí” y de ahí no consiguieron sacarlo. 

Se convirtió en una de aquellas personas a la que conoce todo el mundo y a la que se le toleran sus extravagancias acompañando cualquier comentario sobre él con la muletilla de “cada día está más loco” 

Su aspecto, pese a no haber variado en lo sustancial fue, con el paso de los meses haciéndose más parecido al de Don Quijote que al de Becker y ello fue debido a que se acentuó su delgadez y se le afilaron las facciones dejando que los pómulos y la barbilla se volvieran más prominentes en el conjunto de la cara. 

También, al decir de los que lo trataban con más asiduidad, parecía como si el brillo de sus ojos se acentuara, propiciando que apareciera, aunque solo fuera a veces, un destello de locura que coincidía con otros momentos en los que parecía perder la noción de lo que lo rodeaba. 

Claro que eso era momentáneo ya que, con gran rapidez, recobraba su capacidad para hablar, en su tono habitual altisonante y exagerado, de cualquier cuestión que se estuviera planteando en ese momento. 

Una mañana de otoño, la noticia corrió por el pueblo como suelen correr ese tipo de noticias, que afectan a personas conocidas: “han encontrado muerto a Becker en el Adarve” 

A partir de ahí los comentarios y bulos se sucedieron y cada cual acabó contando la historia como le parecía. La versión más habitual fue que un infarto lo había sorprendido sentado en un banco contemplando el amanecer. 

Lo cierto fue que a la persona que lo encontró, según declaró ante la Guardia Civil, le pareció raro que no se levantara del asiento para hacer su estrafalario saludo como cada mañana, por lo que se acercó y se percató de que no respiraba y llamo a emergencias. A los pocos minutos de examinarlo el médico que había acudido manifestó que estaba muerto. 

Cuando el juez se persono para ordenar el levantamiento del cadáver le entregaron un sobre, que habían extraído junto con otras cosas de sus bolsillos, en el que podía leerse un lacónico “Señor Juez”  

Cuando el juez lo abrió se encontró con una nota manuscrita en la que podía leerse “Señor juez no achaquen mi muerte a nadie, porque la he propiciado yo mismo. Los motivos son cosa mía.” 

Una firma, que luego se comprobó que coincidía perfectamente con la que el finado tenía en su carnet de identidad y una postdata “Le agradeceré Señor juez que avise a mi abogado, tiene los datos en el sobre adjunto, que deberá usted entregarle en el momento en que se persone en el pueblo, él tiene todas las instrucciones necesarias para proceder con mi cuerpo y mis asuntos. Gracias anticipadas”. 

Pasados tres días del fallecimiento un hombre, vestido de traje y corbata, entró por la puerta del bar donde la tertulia seguía celebrándose, más triste, en realidad, de lo que sus integrantes hubieran pensado nunca. 

En los tres días pasados, desde la aparición del cadáver de Becker, el tema de conversación se había centrado en la incomprensión del porqué habría hecho algo así, del desconocimiento, por parte de todos, de la posible situación adversa que podía haber motivado el suicidio y, flotando en el aire, el afecto que habían llegado a sentir por el extraño personaje y que ninguno de ellos estaba dispuesto a aceptar abiertamente. 

El hombre se dirigió a la mesa donde se desarrollaba la tertulia, después de dar un vistazo a su alrededor. Se paró ante la mirada inquisitorial de los que estaban sentados a la mesa y sin más preámbulos y dirigiéndose al grupo dijo “supongo que es esta la tertulia que solía frecuentar don Manuel Rymer de Ávalos, ¿me equivoco? 

Los cuatro contertulios lo miraron y uno de ellos, el más cercano afirmó que así era, ante lo cual el visitante sacó del bolsillo interior de su americana un sobre y lo alargó al que le había contestado. 

“El señor Rymer, del cual he sido abogado en los últimos treinta años, me ha dejado encargado que les entregue este sobre” 

El contertulio cogió el sobre que le tendía el abogado y mientras le daba vueltas entre las manos el abogado volvió a hablar “Si no necesitan nada más de mí, les dejo” 

“En realidad sí” dijo el tertuliano que se situaba más próximo a la ventana cortando en seco el gesto del abogado de darse la vuelta para marcharse, “¿lo han enterrado ya?”

  • El señor Rymer dejó instrucciones concretas para ser incinerado, lo que se ha realizado esta mañana en el tanatorio local, sus cenizas están ahora en mi coche y reposarán extendidas en una zona entre olivos cerca de aquí. También expresó su deseo de que dicho acto lo realizara yo solo y de que no comunicara a nadie donde se había realizado el vertido de las mismasdijo el abogado adelantándose así a la posible pregunta sobre la ubicación o el deseo de cualquiera de ellos de acompañarlo. 

Cuando el abogado salió por la puerta del bar, el tertuliano que había recibido el sobre miró a los demás y, sin decir ni una palabra, procedió a abrirlo y a extraer varias hojas de papel grueso, manuscrito con esmero a una cara. 

Los miró y comenzó a leer en voz alta.

Mis queridos amigos. 

Ante todo, perdónenme ustedes por haberme marchado sin despedirme, pero hay ciertas cosas que, de hacerse públicas, pueden ser abortadas o, lo que es peor, poner en alguna dificultad al depositario de dicho conocimiento. 

Por lo tanto, les ruego, de nuevo, que perdonen mi falta de educación. 

Dicho esto, quiero, mediante este escrito, explicarles el motivo de mis actos con el fin de no dejarles a ustedes sumidos en la duda. 

Los contertulios se miraron unos a otros y convinieron que aquel no parecía ser la misma persona con la que habían compartido tardes, luego continuaron atentos al relato. 

Sepan en primer lugar que esta carta se ha escrito apenas tres meses después de conocerlos, y una vez que he comprobado que son ustedes las buenas personas que yo había intuido que eran. 

Tres años antes de mudarme a vivir a su pueblo fui diagnosticado de Alzheimer, esa terrible enfermedad de todos conocida, durante esos tres años me limité a seguir con mi vida con el vano convencimiento de que no me afectaría, así que mi vida solo cambió en lo relativo a tomar la medicación que me era prescrita y a mis visitas periódicas a los médicos que me trataban de dicha enfermedad. 

Durante esos tres primeros años los síntomas se limitaron a olvidar algunos acontecimientos, siempre recientes, tales como, un descuido en acudir a una cita, olvidar una noticia o un hecho del día anterior, etc, nada de importancia vital para el normal desarrollo de mi vida. 

Un día me desperté con un zumbido, tanteé con la mano a mí alrededor hasta dar con mi teléfono móvil, todo ello sin moverme y, sin abrir los ojos, traté a toda costa de desactivarlo, pero al no conseguirlo, no me quedó más remedio que abrir los ojos. 

Mi sorpresa fue mayúscula cuando me di cuenta de que estaba dentro del coche, con la cabeza apoyada en el volante y que el terrible dolor de espalda que me atenazaba era fruto de dicha postura. 

Retiré la frente del volante y dejé caer la espalda sobre el asiento, solo entonces alcé el teléfono y me percaté de que estaba apagado ¿qué era, entonces, el zumbido que me había despertado?  

Me froté los ojos con las manos y conseguí ver, junto a la ventanilla, una abeja que parecía tratar de introducirse en el coche a través de algún resquicio invisible. O eso es lo que me pareció a mí. 

Volví a coger el teléfono y traté infructuosamente de encenderlo,  estaba sin batería, así que lo deposité junto al cambio de marchas y opté por dirigir mi mirada al exterior, más allá de la abeja que seguía pugnando por entrar.  

Lo que acerté a ver me resultó totalmente desconocido. Estaba parado en la entrada de un camino de tierra que se hallaba situado un poco por debajo del nivel de una carretera. 

Abrí la puerta y salí al exterior con la doble intención de ubicarme y de desentumecer mis músculos, lo que conseguí a medias después de apoyarme sobre el coche para no caer. 

Un rápido vistazo a los alrededores me hizo deducir que estaba cerca de algún pueblo, aunque no es que pudiera ver gran cosa desde donde me hallaba, volví al coche y puse el contacto, pero no se encendió ninguna luz en el salpicadero, entonces me percaté de que había dejado las luces encendidas, por lo que la batería se debía de haber agotado. 

Cogí mi americana del asiento trasero y me dirigí a lo que parecía ser la entrada del pueblo, a unos doscientos metros de distancia y donde podía verse una gasolinera. 

El empleado de la gasolinera, amablemente, me puso en contacto con un taller que prometió enviarme una grúa lo antes posible. 

Esa fue mi entrada en este pueblo que tanto bien me ha hecho, pero demos tiempo al tiempo. 

La grúa se demoró como una hora, que maté intentando averiguar en el interior de mi cerebro cómo y porqué me hallaba allí, lejos de mi casa, de mi ciudad, de mi ambiente… Puedo jurarles a ustedes que, a día de hoy aún no lo he averiguado. 

En el taller me dijeron que pondrían la batería a recargar y que le pondrían algo de gasolina porque el tanque parecía estar totalmente vacío. Obviamente podría haber optado por poner una batería nueva y haberme marchado rápidamente de allí pero, afortunadamente, me encontraba tremendamente cansado y decidí buscar un hotel y quedarme, al menos hasta el día siguiente. 

Creo que desayuné copiosamente, probablemente no había cenado la noche anterior y, a continuación, me metí directamente en la cama. 

Cuando me desperté encendí el teléfono, que había dejado cargando, y miré la hora, eran poco más de las cuatro, abrí un poco la persiana de la habitación y contemplé la noche cerrada. 

Me senté en el borde de la cama y consulté el móvil, tenía al menos quince o veinte llamadas perdidas, así que opté por ignorarlo y traté de dormir de nuevo, pero al cabo de un rato y ante la imposibilidad de conciliar el sueño, opté por ducharme, me vestí y salí al exterior. 

El frescor de la noche me acogió y tuve que levantarme las solapas de la americana. Al mirar al cielo contemplé un firmamento plagado de estrellas como hacía mucho tiempo que no veía. 

Deambulé por las calles y, sin saberlo claro, me vi andando por un Barrio de la Villa silencioso, con sus macetas colgando de las paredes inmaculadamente encaladas, con sus patios en silencio y un cielo que parecía querer que lo tocara con los dedos de tan cerca que parecía estar. 

Acompañado por el canto de los grillos, y ayudado por el silencio reinante, acerté a oír un rumor de agua, me encontraba siguiendo la calle Real, la que continúa por la calle Puerta del Sol y desemboca en el adarve, junto a la fuente. 

El descubrimiento del Adarve fue mágico, me agarré con fuerza a la barandilla y contemplé, por primera vez, los huertos, los campos de olivos, las breves luces de algún cortijo perdido en la inmensidad oscura de un paisaje que solo podía adivinar y, al fondo, los montes coronados por un leve resplandor dorado precediendo al amanecer. 

Ignoro cuanto tiempo estuve allí, pero el sol había recorrido una buena parte de su camino cuando me dirigí a buscar un lugar donde desayunar, luego recogí lo poco que había dejado en el hotel, recogí mi coche y me marché en dirección a Córdoba. 

Estaba cerca de Aranjuez cuando detuve el coche en una gasolinera y después de quedarme un buen rato parado, mirando la marquesina del aparcamiento, decidí dar media vuelta y conducir de nuevo en dirección sur. 

No quiero cansarles, estuve tres meses en Córdoba, allí cambié mi aspecto, dejé crecer moderadamente mi pelo, me dejé el bigote y ese pegotito de pelo en la barbilla, que me valió el apodo nada más desembarcar en el pueblo, compré ropas nuevas y, por supuesto, la capa que he lucido con gusto por estas calles que me acogieron. Luego volví aquí y busqué una casa donde vivir mis últimos días. 

Mientras conducía en dirección norte una pregunta me asaltó de manera persistente ¿realmente quería acabar como todas esas personas que había visto aquejadas de mí misma enfermedad? 

Durante un tiempo había estado visitando residencias donde observar cual era el estado de los enfermos de Alzheimer, y vi de todo, personas con la mirada perdida, como si no estuvieran ya en este mundo, personas que aparentaban estar normales pero que no tenían ni idea de quienes eran o donde estaban, personas con pañales, obedientes, irascibles, violentos… vi de todo. 

De ahí la pregunta ¿quería acabar así o por el contrario debía buscar una despedida más amable? 

Al llegar a Aranjuez tenía mi decisión tomada: Cambiaría totalmente mi vida, trataría de ser como no había sido y probablemente me habría gustado ser, cambiaría mi indumentaria, mi forma de hablar, daría un giro de ciento ochenta grados a mi vida y trataría de ser feliz el tiempo que me quedara, después, cuando aún me quedara algo de lucidez me iría. 

Ustedes, que han nacido y vivido aquí, rodeados de olivos, de naturaleza, que han respirado aire puro toda su vida… Ustedes no pueden apreciar totalmente el poder terapéutico que este lugar proporciona.  

Un amanecer en el Adarve vale más que cualquier medicamento, una tarde de lluvia viendo caer el agua tras los cristales de la ventana en el Barrio de la Villa, un paseo junto a la Fuente del Rey, una visita al ayer representado en la casa de Alcalá Zamora… una cerveza compartida con un campesino en cualquier bar de cualquiera de las múltiples aldeas que rodean este pueblo, la risa franca de las personas en la calle, los gritos de los niños a la salida de los colegios. 

Todas esas cosas que en las ciudades quedan lejanas y que aquí son parte del día a día dan salud y, sobre todo, ganas de vivir. 

Es posible que hubiera podido esperar un poco más, apurar este final que me ha sido entregado como un regalo, pero después de notar como mi consciencia se perdía cada día he decidido no correr el riesgo de ser incapaz de poner un final digno a mi vida. 

Si hubiera la posibilidad de dejar un testamento vital en el que alguien tomara la iniciativa de cumplir mi voluntad sin que ello supusiera algún perjuicio para esa persona, tal vez habría podido apurar un poco más y haber pasado algunos meses más entre ustedes, pero como ello no es posible quiero, simplemente, darles las gracias por ser mis amigos. 

Manuel Rymer de Avalos 

“Becker, para los amigos”