El chozo

Publicada el Categorizado como Libros
Capítulo II El risco - Las palabras robadas

Este es un fragmento del capítulo II

Era un tiempo en el que casi todo estaba prohibido, lo que no lo estaba era, habitualmente, pecado.

 

Era un tiempo de posguerra, a pesar de que la guerra había acabado dieciocho años antes. También era un tiempo de miedo, por parte de unos, y de arrogancia y bravuconería por parte de otros.

 

Era un tiempo gris de conversaciones veladas, en voz baja, de silencios culpables y gritos apagados.

 

En ese tiempo, difícil, casi olvidado ahora, nací yo.

 

Era un tiempo en el que a los niños no se les hablaba de los amores de sus padres. Pocas veces alguien era consciente de cómo se conocieron sus padres, de las circunstancias del propio nacimiento o de sus primeros días de vida.

 

La respuesta a casi cualquier pregunta siempre era la misma, o similar: «eso no es cosa de niños».

 

Lo que voy a relatar ahora se ocupa de la parte normalmente más ignorada por las personas sobre su propia historia, ya que somos incapaces de recordarla, esos primeros años en que no eres consciente de nada, aunque absorbas todo lo que te rodea como si fueras una esponja en un cubo lleno de agua.

 

Estos recuerdos, que no lo son, son extraídos del robo de conversaciones entre mayores, conversaciones en las que se intentaba que «el niño» estuviera jugando o ausente, que no se enterara de nada.

 

Así que yo, paciente y astuto, simulaba estar abstraído en mis juegos mientras ponía la oreja atenta para captar hasta el más mínimo detalle de lo que hablaban mis mayores.

 

Los días previos a mi nacimiento, mi padre (con buen criterio, o simplemente porque el pasto era mejor o porque el tiempo amenazaba con traer unos días duros de frío intenso, y probablemente nieve) tenía el rebaño pastando en las cercanías del chozo.

 

Mi padre, Teodoro, era pastor, pastor por vocación y oficio, y tenía a la sazón 46 años.

 

Era un tiempo en el que los pastores habitaban en pequeñas dependencias de los cortijos, normalmente mal acondicionadas, o en chozos hechos por ellos mismos.

 

A veces los chozos eran mejor vivienda que la proporcionada por los propietarios de la finca, a los que era común, al referirse a ellos, nombrar como «los amos».

 

El cortijo de El Risco está situado a la izquierda del camino que va de Villanueva del Duque a la mina del Soldado, mina de pasado brillante y futuro negro como las noches sin luna de la dehesa.

 

Situado a unos tres o cuatro kilómetros del pueblo, era un cortijo con una vivienda pequeña y mal cuidada en lo alto de una de las suaves lomas alfombradas de encinas y chaparros.

 

Mis padres vivían en un chozo, construido por mi padre, situado a unos cuarenta o cincuenta metros de la, en aquel momento, inhabitada vivienda.

 

Al mediodía, cuando fue al chozo para comer, mi madre le comentó la necesidad de ir al pueblo, ya que creía inminente mi nacimiento.

 

Mi padre, después de comer, recogió el rebaño en el redil y después aparejó a la burra, Mari Pepa de nombre, para llevar a mi madre al pueblo con la mayor comodidad posible.

 

De camino al pueblo se detuvo en la vivienda del amo y le comunicó el próximo nacimiento, pidiéndole que se encargase él del ganado al día siguiente.

 

La casa a la que se dirigieron era la que mi padre y sus hermanos habían heredado a la muerte de mis abuelos, a los que no conocí, y que estaba situada en el actual número cuarenta y tres de la Ronda Egido, una calle de las más exteriores de la población.

 

La vivienda estaba situada junto a un taller de carpintería, hoy desaparecido (aunque el edificio se conserva casi igual que en aquella época).

 

La casa actual no se parece en nada a la que heredaron mis padres ya que ha sido remodelada recientemente; no obstante, conserva las dos plantas originales.

 

Mi tía Francisca, alertada por la noticia, que corrió por el pueblo nada más pisar este mis padres, los esperaba a la puerta de la casa provista de una silla para ayudar a bajar de la burra a mi madre.

 

Mientras las dos mujeres se dirigían al interior de la vivienda, mi padre se ocupó de conducir a Mari Pepa a la cuadra para proporcionarle agua y ponerle comida en el pesebre.

 

Después se dirigió al corral para proveerse de más leña, ya que la tarde era cada vez más desapacible, y se dirigió con su carga al interior de la vivienda.

 

Ese mes de enero fue, por lo que contaban, especialmente frío entre los días fríos de ese frío invierno.

 

Cenaron y después se acostaron, hasta que mi madre avisó a mi padre y este, después de dejar a mi madre bajo los cuidados de mi tía, avivó un poco el fuego y puso agua a calentar. Después salió a la fría noche en busca de la comadrona.

 

A las cinco de la mañana nací yo, entre piropos de mi tía y de la comadrona, que afirmaron que era definitivamente «Salado» a juzgar por mi cara de pillo.

 

Mi padre volvió a salir para recoger una nueva carga de leña, para lo que tuvo que despejar un camino hasta el fondo del corral, ayudado por un legón[1], para no hundirse hasta las rodillas en nieve. Tal era la cantidad caída durante la noche.

 

En el exterior oteó el ambiente de la heladora mañana, miró al cielo coloreado de gris y no pudo apercibirse de ningún ruido, ni pájaros, ni viento, tan solo la lenta caída de los gruesos copos que no hacían sino aumentar el espesor de la nieve depositada sobre el suelo, y el humo de algunas chimeneas de las casas vecinas.

 

La pila de troncos estaba cubierta por una espesa capa de nieve igual que el suelo, así que tuvo de levantar los superiores y coger de entre los que ocupaban los espacios más bajos para evitar, en lo posible, la humedad.

 

Entró de nuevo en la sala y, después de dirigir la vista en mi dirección, y comprobar que mi madre estaba bien, se dirigió a la chimenea desde donde un resplandor rojizo le indicó que los troncos que habían estado ardiendo durante horas daban fin a su carga de combustible.

 

Dejó los troncos nuevos sobre el suelo y alimentó el fuego con algunos de ellos que, después de crepitar y soltar algunas volutas de humo provocadas por la humedad presente en la madera, prendieron y proporcionaron una viva y alta llamarada que elevó ligeramente la temperatura de la casa, lo que, supongo, fue agradecido por los presentes. Yo, envuelto como estaba, no debía notar ni pizca de frío.

 

Me dormí después de ver como mi padre se inclinaba, besaba a mi madre y me miraba con una mirada madura, con los ojos circundados de una piel curtida y oscura, casi cuarteada por el tiempo pasado a la intemperie, por el sol y el aire frío de la sierra.

 

Mi padre no era una persona joven. Cuando yo nací, contaba con cuarenta y seis años —creo que ya lo he mencionado— y hacía tan solo dos años que se había casado con mi madre, nueve años más joven que él.

 

Yo aún no contaba ni con un mes de vida cuando me sacaron de mi confortable y caliente cuna para llevarme, en brazos de mi madre y subidos en Mari Pepa, al chozo, mi lugar de residencia durante los primeros meses de mi vida.

 

Supongo que la experiencia de salir al exterior implicó un pequeño trauma para mí.

 

La luz del sol sustituyó a la mortecina luz de los candiles y a la apagada luz que entraba por la ventana; y el aire frío de enero, al calor que emitía la chimenea a todas horas.

 

Los múltiples sonidos de la vida, los niños gritando en la calle, los vecinos saludando o preguntando por mí, el canto del agua en una fuente… Todo eso vino a sustituir, a las horas de silencio continuado, tan solo roto por los susurros de mi madre o de mi tía cuando pasaba a ver como crecía yo y como se encontraba mi madre.

 

Y como, siendo mayor, recorrí la zona en múltiples ocasiones, puedo hacer una abstracción y vernos a mi padre, mi madre y yo recorriendo el camino, como si fuéramos la sagrada familia huyendo a Egipto.

 

Mi madre y yo, sobre Mari Pepa, y mi padre, asiendo a esta del ronzal y dirigiendo sus pasos con mano experta.

 

Puedo imaginarnos subiendo por la cuesta camino de la ermita de San Gregorio; los pocos olivos a los lados del camino, los bancales sembrados de cereal esperando la primavera para asomar de su cobijo bajo tierra, los restos de nieve en los rincones umbríos, los cansinos pasos de Mari Pepa resbalando a veces en las piedras, dejando su impronta en los charcos de barro.

 

Casi puedo oír algún cerdo hozando en busca de alguna tardía bellota, el cantar lejano de los rebaños, con su concierto de cencerros, bien afinados unos, completamente desafinados otros, con mi padre torciendo el gesto al oír las notas disonantes.

 

La vida para mí, a partir de entonces, se desarrolló entre el acogedor abrigo del chozo, el aire de la dehesa, en balar de las ovejas, los ladridos del perro y el empuje arrollador de mi primera primavera.

 

No puedo, nadie puede, hablar con conocimiento de causa de sus primeros tres o cuatro años. No recuerdo el nacimiento de mi hermano, Lorenzo, aunque conseguí robar el relato de que su nacimiento se produjo en la misma casa que yo, en aquella casa que nunca pude llamar mía ya que nunca viví en ella, salvo por pequeños periodos de uno o dos meses.

 

Al poco de nacer Lorenzo, mi padre y sus hermanos la vendieron y se repartieron las ganancias. Con ellas mi padre y mi madre compraron una casa en Alcaracejos, la ya mencionada de la calle Nueva, por aquel entonces, Calvo Sotelo.

 

A esa sí puedo llamarla mi casa, aunque en realidad tan solo viví en ella por temporadas, y no muy largas.

 

Mi casa, la de verdad, la que siento en la piel, es el chozo.

 

[1] Especie de azada de pala redondeada por su parte trasera.

Se puede adquirir en

 

https://cutt.ly/YGsQKxZ En papel y ebook

https://amzn.to/3OpuOYf En papel y ebook

https://bit.ly/3vuldH6 En ebook 

En México 

 

 

En Colombia 

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *