El pobre del semáforo

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Recorría la ciudad entre el miedo a los radares y el ansia contenida de llegar a casa. 

Como cada día. 

Como cada semana. 

Como cada mes 

Como cada año… 

Por un momento envidió a los mafiosos de las películas de Hollywood, esos que cuando los persiguen se saltan los semáforos, esquivan a los coches y se suben a la acera para arrollar a su paso todo lo que se pone por delante, con coches que nunca dejan de funcionar, por más que estén golpeados, que humeen, que se queden sin luces y se les caiga la carrocería a pedazos. 

Deseó, por un instante, ser un detective privado de esos, conservado en whisky de garrafón, a los que nunca hacen una prueba de alcoholemia, pisar el acelerador y salir zumbando pasando sobre la acera y saltándose el semáforo pasar de todo y de todos.  

Pero lo suyo no era tan emocionante ni de lejos. 

El semáforo se puso verde, pero una inoportuna sirena hizo que se quedara parado de nuevo y el semáforo volvió a su rojo habitual. 

Ayer fue… ¿una ambulancia?… Hoy era un camión de bomberos, quizás mañana fuera un coche de policía… o fuera de nuevo una ambulancia. 

El hombre del coche de al lado se hurgaba, con fruición, la nariz mientras que la mujer del coche del otro lado gritaba, con inusitada energía, a un invisible teléfono móvil. 

Al frente, cuatro coches más allá, un joven vestido con mallas, una camiseta de rayas horizontales, una peluca rizada, de pelo rubio, coronada por un sombrero hongo y una nariz roja, tiraba unas mazas de colores al aire y las recogía con maestría para repetir el proceso en un bucle sin fin. 

Un par de segundos antes de que el semáforo se pusiera verde cesó en su actividad y se acercó a las ventanillas de los primeros coches enarbolando el sombrero, en el que cayeron unas pocas monedas. 

Era una escena diaria, ayer, hoy y probablemente mañana, el joven había estado, estaba y estaría allí. 

Puede que el joven no fuera siempre el mismo. 

Puede que la nariz roja camuflara diferentes caras. 

Deseó profundamente ser un delincuente y arrancar esquivando todos los obstáculos. 

Se palpó la americana y extrajo el monedero, buscó una moneda, se había quedado sin pañuelos de papel y en el siguiente semáforo estaría el mismo hombre de cada día, mendigando una moneda a cambio de un paquete de pañuelos. 

La radio anunció una noticia de última hora, subió un poco el volumen al tiempo que aceleraba para seguir al coche de delante. 

Pero la interminable fila de hormigas que ocupaba la calle se detuvo de nuevo. 

La noticia tan solo era una nueva bronca entre el gobierno y la oposición. 

Hastiado cambió de emisora. La voz de Joan Manuel Serrat le hizo detener la búsqueda para escuchar: 

“No piden limosna, no 
Ni venden alfombras de lana 
Tampoco elefantes de ébano 
Son pobres que no tienen nada de nada 
No entendí muy bien 
Sin nada que vender o nada que perder 
Pero por lo que parece 
Tiene usted alguna cosa que les pertenece” 

Miró la moneda que había preparado dejándola junto al selector del cambio de marchas. 

La interminable cola avanzó de nuevo hasta detenerse en el siguiente semáforo, esta vez se quedó el primero para ver, de primera mano, cómo el hombre, desdentado y anciano, bajaba lentamente el escalón de la acera y se acercaba exhibiendo tres paquetes de pañuelos de papel en la mano izquierda, sin ruido, sin decir nada, simplemente enseñaba los tres paquetes, con una cara casi sin expresión. 

Miró de nuevo la moneda y recordó la letra de la canción que acababa de escuchar. 

Bajó la ventana y, casi sin mirar, le entregó la moneda y cogió el paquete de pañuelos. 

Subió de nuevo la ventana, había intentado casi ni respirar mientras estuvo abierta.

Entonces, fue consciente de que él, como los mafiosos de las películas de Hollywood, como los delincuentes, también pasaba a toda velocidad esquivando los obstáculos. 

El semáforo se puso en verde y arrancó. 

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